No fue hasta esta noche que me puse a intentar recordar esas acciones que me llevaron de a poco, haciendo trabajo de hormiga, al lugar dónde estoy ahora: toqué fondo.
Me pregunto si se puede estar peor: ¿este es el fondo? ¿acaso no debería estar cortandome las venas?; Es que tocar fondo es como oler un buen perfume: hay que estar vivo parta hacerlo.
Siempre creí que la depresión se manifestaba a través de un hecho puntual (como es habitual) y ya que yo no pasé por un hecho shockeante puntual, »un antes y un después» no supe reconocer que estaba inmersa en una depresión paralela, que me acompañaba en todo lo que hacia y pensaba, sino más bien lo explicaba como »El lunes me desperté triste porque sí, el martes en la tarde me largue a llorar sin motivo, el miércoles no pude levantarme de la cama hasta la tarde, cuando ya anochecía y hoy viernes no comí y ni siquiera me cambié de ropa».
Pasó el tiempo y crecí, me informé y supe que algo no estaba bien. Lejos de querer cambiar mi situación, me pregunto: ¿Cuándo empezó? ¿Será que al sentirlo tan natural no puedo recordar qué desencadenó mi primera crisis? ¿Habrá sido algo puntual, o más bien una acumulación de acontecimientos?.
Ahora comienzo a recordar mis primeras acciones auto destructivas: JÁ, pensar que para mi en aquel entonces era un juego y ahora, meses después, lo reconozco como pieza de este puzzle desarmado al que conocen como Ernestina.
Era una tarde de verano, de esas dónde la temperatura es perfecta: el calor no te sofoca y corre esa brisa fresca que se mete en cada pasaje, en cada pasillo y en cada ventana de la ciudad. Hoy es un día cualquiera, nada especial ni fuera de lo común, simplemente me encargo de mi rutina habitual de las vacaciones de verano: dormir y bañarme, entre otros entretenimientos. En aquel entonces no lo notaba, pero WOW, llegaba a dormir 13 horas diarias, y sin ningún remordimiento alguno.
Sin mucho más que hacer, me dispongo a ver una película en la tele, hasta que el celular suena, del otro lado: mi amigo, al que apodamos »Chamán» (porque siempre tiene un remedio casero para todo), me escribe para juntarnos e ir a la reunión de unos conocidos ya que va a haber bastante gente y uno más no va a hacer la diferencia de presupuesto.
Yo conocía a los dueños de casa, eran un matrimonio muy agradable, super abiertos de mente, compartíamos gustos musicales y siempre dispuestos a agasajar a los amigos de los amigos. Accedí fácilmente ya que ¿Por qué no? hace casi una semana que no salgo de casa para otra cosa que no sea ir a comprar comida, así que pedí que me enviara la dirección por mensaje y acordamos encontrarnos ahí en un par de horas.
Cuando el sol empezaba a ser más ligero salí de casa, aún con el pelo mojado, pero sin preocuparme mucho por mi apariencia, es que en verano todo se desvanece: maquillaje y peinado son victimas del sudor en cualquier noche de enero. Al llegar luego de pocos minutos en ómnibus y recorrer unas pocas cuadras, me encuentro con qué Chamán todavía no llegaba, así que por atrevimiento y »caradurez» me dispongo a aplaudir para que alguien salga a abrir el portón principal del frente de la casa.
Era una casa de ladrillos oscuros y tejas, postigones marrón oscuro y un jardín en el frente muy chico pero con un lindo cantero de distintas flores y supuse que el fondo compensaría en tamaño. El portón era nuevo, en madera cálida, recién barnizada y todavía se sentía el olor del barníz fresco, habían unos postes tallados a mano y pintados en distintos tonos de marrón que sostenían un alambrado con enredaderas de flores blancas: daba una impresión de casa de ensueño.
Más tarde habrían de comentarme qué el dueño de casa tenia como hobbie tallar maderas, qué la casa había sido una herencia por parte de él y que, de a poco, la estaban refaccionando para darle un toque más moderno sin perder lo clásico de aquella casilla de la década del ’60.
La anfitriona, Carolina, me contó de su trabajo y estudios para encontrar algún punto en común para establecer una conversación conmigo qué fuese más allá del clima, lo buen muchacho que es Chamán y de cómo estuvo mi viaje en ómnibus hasta su casa.
Es qué yo no era de mucha palabra trivial: me gustaba hablar de cosas más personales cómo las habilidades, deportes y arte que practicaban las personas con las qué hablaba.
— Me gustan los animales -dije- de hecho tengo una gata llamada Rufina.
¡¿Si?! ¡A mi también! De hecho con Emi tenemos una perra, hace poco tuvo cachorritos – Me dijo con el tono más sincero que había escuchado en semanas.
Mostré interés por este nuevo punto en común, al fin y al cabo ¿A quién no le gustan los cachorros?.
Hacía tiempo que estaba totalmente alejada de la naturaleza y los animales, pasar las vacaciones en la ciudad no me permitió desenchufarme al cien por ciento de la rutina y por una razón u otra no pude viajar al campo donde habitualmente disfruto los veranos.
— ¿Ya pudieron regalarlos? — Dije, con la esperanza de qué aun los tuvieran, para poder verlos ¿Qué mujer no muere de ternura con un cachorrito? ¡Y mucho más si son cinco!
— ¡No! Tienen 45 días pero todavía no comen por si solos, el veterinario nos recomendó qué nos aseguremos de que comen por si mismos antes de regalarlos, así que planeamos ponernos en plan de adopción la próxima semana. —
Recuerdo que me dijo, colando algún »¿Viste?» y »¿Me-ntendés?» entre concepto y concepto.
Al notar mi interés y ver que todavía faltaban unos minutos para que saliera la segunda pizza, me invitó a conocer a los cachorros de Pastor Alemán, raza que nunca había visto con menos de un año de crecido, y por supuesto acepte, dejando mi vaso de cerveza por la mitad en una mesa ratona rústica, que era la protagonista del living tan espacioso decorado en tonos marrones, muy campestre.
Ya llegando al garage se podían sentir las travesuras de esa manada de minis lobos La mamá tenia un gran acolchado en un rincón del garage, dónde se notaba que los dueños de casa habían movido los muebles para darle más comodidad a la familia canina.
Efectivamente estaban jugando entre ellos, se correteaban y saltaban, gruñían y se mordían cómo si no hubiese un mañana: mamá estaba en el patio y los cachorros eran libres de romper las reglas de la manada.
— Tienen unos dientes re filosos, les encanta morderse entre ellos ¡Son fatales!. — Dijo Caro al ver cómo jugaban.
Yo maravillada, ya no escuchaba la música, ni los murmullos, tampoco pensaba en Chamán que todavía no se había dignado a aparecer: esta noche para mi sólo estaban en mi campo de atención estos cinco cachorros hermanos jugando, y sus pequeños ladridos tan inofensivos y débiles que causan ternura.
— Ojo qué muerden eh, lo hacen sin querer pero le ponen pasión a la lucha. — Bromeó Caro, anticipando qué, por supuesto yo iba a meter la mano en esa batalla infernal de dientes y garras, dónde se deja la vida y el juego termina cuando uno da una mala mordida y más que atacar la oreja, el ojo es el damnificado.
Cómo er a de esperar, ahí estaba yo, en cuclillas, jugando con cualquier bestia que osaba a plantarse frente a mi mano endemoniada, gruñendo con ellos y super mimetizada en la situación de batalla a muerte. Caro por su parte se reía de la situación: el ver caer a esos mini perros policías, luchando hasta el final contra una mano que temblaba era digno de video recomendado en Youtube.
Pasaron un par de minutos y la batalla era más violenta: los cachorros literalmente se prendían de mis dedos y antebrazo con una azaña y persistencia admirables, y mientras uno caía, allá iba otro a prenderse en su lugar para hacer frente a este combate que para ellos, debió ser un gran desafío.
Yo vestía una camiseta de manga corta, no usaba anillos ni pulseras, ni siquiera tenia uñas largas, así que mi mano no representaba ningún peligro físico, para las pequeñas bestias, más bien era un peligro a su ego: ellos dejaban el cuerpo y alma en el combate y yo solo sacudía la mano derecha.
Observaba sus reacciónes, se miraban unos a los otros cómo pensando »¿Qué es esto? ¿Por qué no se muere?» Y yo tenía una sonrisa de oreja a oreja, la más auténtica en mucho tiempo: esas que sólo logran las cosas que nos hacen sentir plenos.
En mi caso los momentos de plenitud eran tan sencillos como cotidianos: el viento fresco chocando en mi cara mientras ando en bici en una mañana soleada, lograr que mi torta favorita quede tal cual la foto del recetario, escuchar esa canción que tanto amo en la radio y hacer playback en el ómnibus o, cómo ahora, simplemente ver animales siendo felices conmigo.
—Escucho a Emi diciendo que ya salió la segunda. —Dijo Caro para intentar sacarme de mi trance: hacia diez minutos que estaba, ahora si, arrodillada en el piso luchando con estos cachorros mientras ella de mantenía parada unos centímetros por detrás mío, observando una situación tan tierna como divertida.
Nuestra única interacción eran las risas de los gruñidos de los pequeños demonios intentando derrocar a mi mano qué, aunque debería estarlo, no estaba acalambrada pero si hacia rato que había perdido su color blanco pálido para ser rosa con razguños rojos y lesiones con forma de dientes hundidas por las muñecas y dedos. Mi antebrazo tenía cuatro meses de calendario de celda de prisión Norteamericana, esas que son varias líneas verticales y una horizontal cortándolas: las líneas eran punteadas, se intercalaban entre un poco de piel levantada y gotas minúsculas de sangre y tenían relieve, ya de lejos se notaban rojas. Esas marcas de dientesillos en mis dedos y muñecas principalmente se veían en fila (por supuesto, los perros no tienen los dientes desparejos) y los colmillos más profundos se notaban oscuros en el hueco, como si hubiese sangre estancada. El relieve no demoró en hacerse notar también en las marcas de dientes, que algunas parecían traspasar mi dedo de arriba a abajo y hasta el esmalte color verde esmeralda se había removido de un par de uñas. Mi brazo desnudo tenia tantas marcas qué realmente daba la impresión de que lo había frotado con un rallador de queso.
Pasaron un par de minutos más y Caro seguía sin obtener respuesta mía: mis únicos comentarios eran del estilo »No pueden ser más lindos» ,»Que ternura» ,»Me los llevaría todos».
Caro optó por compañarme y se puso en cuclillas a mi lado para intentar también entrar en el combate y dar un »batacazo final».
Rozó mi mano y lo noto: entre todo ese enjambre de pelo y baba, había un pedazo de carne a la miseria, que hacia quince minutos qué estaba en medio de decenas de dientes y garras jóvenes, que pinchan como aguja y cortan como bisturí.
— Erne, mira como tenés la mano, vamos para adentro así ya puedo entrar a la mamá. — Me dijo con un poco de duda y preocupación: No me quería retar, ya que no éramos íntimas para »mandarme» adentro.
— Dale que la pizza ya está pronta, vamos para adentro y te pongo un poco de agua oxigenada, tenes la mano roja como un tomate!. —Bromeó entre risas nerviosas.
Entendía lo que me decía pero aún así, yo estaba mimetizada con esa situación y esa pasión que los cachorros sentían al morderme ¿Por qué voy a quitarles tamaña diversión?
En este momento entra Chamán, mientras que de fondo se escuchaba a Emi diciendo »Están en el garage con los cachorros, deciles que vengan que sale la última». Caro al escuchar esto, se acerca hasta la entrada del garage y le susurra algo a Chamán que no llego a entender, pero si escucho a Chamán contestar »Dale, trae las cosas que le ponemos acá».
Sin quemarme mucho la cabeza, me re-acomodé en el piso y le dije a mi amigo, qué por fin aparecía, que me acompañara insistiendo en lo lindo y juguetones que eran.
— Mirá como tenés la mano, levantate Erne que ahora Caro va a traer agua oxigenada para tirarte en esa mano. — Dijo Chamán, totalmente al tanto de la situación.
Me tomó por abajo de los brazos y me levantó del piso: yo solo veía esos diez ojos que a la vez me miraban desafiante, como si yo fuese su peor enemiga. Mi sonrisa seguía intacta: le di un beso a Chamán, le pregunté como le fue en el viaje (sin querer saber por qué llego tan tarde) y al instante mis ojos estaban de nuevo con los cachorros, mi mano seguía ahí, solo que ahora mis contrincantes tenían que saltar para alcanzarla.
Chamán hizo una pregunta, y al no obtener ninguna respuesta de mi parte optó por levantarme la mano de golpe y decir con voz firme y dominante:
— Dejá a los perros, mirá cómo tenés la mano! Disculpa por haber llegado tarde pero el auto me jugó una mala pasada…—
Mi sonrisa cambió, pero no para dejarme seria, sino que evolucionó tenía una mirada plena, brillante, una mueca en los labios, una pequeña risa relajada que dejaba en claro que no me interesaba la excusa que tenía para poner por su llegada a destiempo y qué me había desconcentrado de mi juego, me había cortado en seco esa conexión que tardé varios minutos en construir.
Para ese momento, Caro entraba ya con el agua oxigenada y unas gazas para poder refrescar esas heridas qué ya no distinguían rasguños de mordidas: era sin dudas, una mano metida en una batidora o un desplumadero de gallinas. Las gotas de sangre de hace unos minutos ya estaban secas y se intercambiaban con las nuevas que aparecían entre los razguños del final de la pelea.
— ¡Erne! ¡¿Qué pasa?! ¡No te das cuenta cómo tenés la mano… los dedos, la muñeca! ¡Te sangra!— Me gritó Chamán que tenia mi mano sostenida con la suya, mientras caro me disponía a hacer las curaciones.
Yo todavía, en todo el rato, nunca había visto directamente mi mano, ya que estaba concentrada en la estrategia de batalla más que en el arma y los daños a la misma.
Todavía ahora, meses después, las cicatrices de esa noche son visibles con distintos matices de marrón ¡¿Acaso todos mis recuerdos de esa noche son marrones?!
— Caro, no te preocupes que ahora pido un taxi y vamos hasta la clínica. — Murmuró Chamán a la anfitriona ya que se notaba en sus acciones una cierta culpa por todo este mal trago.
Por un pasillo lateral de la casa fuimos hasta la calle dónde el taxi ya estaba estacionado, Chamán saludó a Caro que estaba recostada en el poste tallado: claramente se estaba disculpando y pidiendo que no se preocuparan, qué yo iba a estar bien.
Mientras Chamán abría la puerta trasera para dejarme entrar, con mi mano vendada y su campera en mis hombros, antes de subir al taxi, levanté la mirada hacia Caro y grité con mi mejor voz, natural y relajada, como si nada hubiese pasado:
— Me llevaría uno si Rufina no fuese tan celosa!. —
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